
Salidas al teatro: «Los Nuestros»
Además de nuestras clases de teatro en La Íntegra, nos gusta realizar actividades donde los alumnos y alumnas se sientan parte del mundo del teatro, no solamente viniendo a clases, sino también acudiendo a representaciones a eventos teatrales a Rutas, presentaciones de libros, etc.
En el mes de marzo más de 40 personas acudimos a la representación de «Los Nuestros», la última obra de Lucía CarBALLAL, que se representaba en el CDN (centro dramático nacional)
Emma es alumna de interpretación del grupo de los jueves con Tamara Berbés. Es periodista y además, parte del equipo de prensa del festival Malasaña a escena .
Ella es fue una de las asistentes a Los Nuestros y nos envía su crónica de la función: opiniones, emociones , comentarios de compañeros y compañeras que nos reunimos, en un Madrid lluvioso, para compartir una tarde teatral.
Nos gusta que la participación no solamente sea durante las actividades en nuestro espacio, sino también poder proporcionar otras opciones e información teatral de Madrid.
LAS MIRADAS A «LOS NUESTROS», UNA SALIDA AL TEATRO VALLE-INCLÁN
La ciudad, más gris que de costumbre. Las calles, un lienzo empapado donde cada paso es un borrón. Los charcos, trampas invisibles para despistados. Los paraguas, barcas que no llegan a puerto. De fondo un murmullo de agua y viento que se convierte en una canción, una melodía empapada que se cuela entre los pensamientos. Salimos corriendo del metro. Suena. Suena. Suena. Suena. Entramos. La lluvia se queda al otro lado.

Cambia la temperatura. Los murmullos se apagan. Las miradas se encienden. Y, poco a poco, ante nosotras, la familia de Dinorah. «Los nuestros»: Pablo (Miki Esparbé), Tamar (Marina Fantini), Reina (Mona Martínez), Esther (Manuela Paso), Marina (Ana Polvorosa); Mauro (Gon Ramos), la niña (Alba Fernández Vargas / Vera Fernández Vargas) y el niño (Asier Heras Toledano / Sergio Marañón Raigal). Y ese altar contemporáneo en torno al cual gravita la acción: un santuario para el duelo. Bienes cotidianos que cargan con la memoria del hogar. Pura fragilidad que, en caso de desmoronarse, dejaría a los personajes atrapados entre recuerdos, reproches y silencios.
Casi dos horas de función, y al final, el teatro se llena de aplausos. Cada uno por una razón. A Mario (alumno de interpretación) le gusta cómo el espacio cobra vida sobre el escenario. No es solo la escenografía -que le flipa-, es el movimiento de los objetos, la manera en que lo cotidiano se transforma en algo extraordinario. Los personajes los tocan, los desplazan y los convierten en una extensión del relato. Cada elemento un gesto; cada gesto un trazo de arquitectura efímera que existe en ese preciso relato.
Las luces se encienden, la oscuridad se disuelve, las caras quedan al descubierto. Silvia (actriz de Microteatro) reflexiona sobre los cuerpos, sobre lo que cuentan y lo que callan. Dice que la postura de Pablo habla sobre su personalidad: la forma de caminar, la caída de los hombros, la manera en que su espalda carga con el peso invisible de la memoria. Los cuerpos también tienen una historia que contar, una historia que no siempre es audible, pero que resuena en cada movimiento.

Conseguimos levantarnos del asiento y María (alumna de Microteatro) comenta el asombro que sintió al ver cómo los protagonistas metían en escena un belén gigante. Un decorado cuya luz, además de iluminar, señala. Un símbolo de una tradición que se impone sobre las demás, relegándolas a la invisibilidad. Se subraya así la contradicción de un país que se presenta como laico, pero que, en su espacio público, impone una creencia sobre las otras. Resulta que lo que se supone neutral está, en realidad, cargado de una profunda invisibilización religiosa.
Mientras recogemos los abrigos Paula (alumna de interpretación) rememora un momento crucial en la obra. El de Reina reflexionando sobre la maternidad, la transmisión de aprendizajes y la capacidad de evolución entre generaciones. Que yo no haya sabido hacerlo no significa que tú no lo puedas hacer, que a mí me haya pasado no significa que a ti también. Paula ve en esas palabras un acto de esperanza, una invitación al futuro, un homenaje a la superación. De cómo los hijos, en su propio camino, tienen la libertad de reinventar lo heredado. De cómo una nueva generación tiene la oportunidad de construir algo diferente.
Escucho a mis compañeras de La Íntegra y me doy cuenta de cómo, ante el mismo relato, cada una recibe la obra de una forma singular. Y pienso en cómo el teatro se convierte en una conexión profunda con lo que cada una lleva dentro. Un eco que resuena de forma única en el corazón de cada espectador.
¿Mi eco? El momento en el que Marina cuenta cómo las raíces de un árbol viejo pueden trasplantarse a un suelo nuevo. El momento en el que explica que formas parte de una nueva familia cuando acompañas a los vivos a enterrar a sus muertos. Cuando eres parte de los rituales que dan forma a sus memorias y a su identidad. Cuando estás en las conversaciones de los que ya no están. Porque es aquí cuando las raíces se entrelazan, cuando las historias se conectan, cuando se crea una red.
La función ha terminado, pero afuera la lluvia sigue dibujando charcos. Cada una vuelve a su casa continuando en su mente las conversaciones que en el escenario el elenco inició. El Valle-Inclán de la entrada nos despide con la mano. Sabe que, aunque el último aplauso haya sonado, el teatro sigue vivo en la mirada de quien lo ha escuchado. Un instante suspendido entre las gotas de marzo.